Un anciano caminaba por el desierto con su burro cuando llegó a un pueblo. La gente le acogió con todo lo que pudo, ofreciéndole hospitalidad, cuidando de su burro y dándole de comer.
Mientras cenaba, le sorprendió que le ofrecieran leche de camello, ya que es de muy mal gusto. Así que preguntó por ella y le dijeron que el pueblo ha sido maldecido con una sequía eterna, y que la gente ha recurrido a ahorrar la poca agua que ha podido encontrar para los cultivos.
"A decir verdad, yo soy uno de los sabios", dijo, "sé cómo traeros la lluvia. Sin embargo, primero debéis traerme un cubo ancho lleno de agua, pues necesito un poco para traer más".
A la mañana siguiente, todos los aldeanos se enteraron de su dicho, y comenzaron a recoger cada gota de agua que tenían reservada. Al final, apenas había suficiente para un cubo, y se lo dieron al hombre.
Éste tomó el agua y entró en la casa de su anfitrión. Allí se quitó la ropa sucia y empezó a lavarla. Uno de los niños, curioso, lo vio a través de la ventana y fue a avisar a todos los que estaban alrededor.
Cuando llegaron, enfadados y gritando, ya era demasiado tarde. El anciano había lavado toda su ropa y la estaba colgando tranquilamente.
"¡Qué vergüenza! Qué vergüenza, viejo, por desperdiciar nuestra agua cuando nuestros hijos no tienen suficiente para beber!", gruñó el jefe.
Pero en cuanto terminó de hablar, el cielo se oscureció y las nubes se acumularon alrededor de la aldea. Empezó a llover y no paró durante 5 días seguidos. La gente se hartó y las reservas de todos se desbordaron. El anciano fue tratado como un invitado de honor y un héroe, y el jefe se disculpó profusamente por haber dudado de él.
Sólo cuando estaba a punto de marcharse, el chico reunió el valor para preguntarle cómo lo había hecho. "Es sencillo", dijo el anciano, "esto siempre ocurre cuando cuelgo la ropa para que se seque".
